Como bien sabéis creemos que una parte fundamental de la psicoterapia es el vínculo que establecemos con nuestros pacientes, y en ese vínculo es inevitable terminar compartiendo parte de nuestras experiencias con ellas, y mucho más cuando una de ellas es la maternidad. Llega un momento en que no es fácil de mantener en la intimidad 😂 También sabéis de la importancia que tienen para nosotras los silencios y de cómo pueden llegar a condicionar nuestras vivencias. Hoy quiero hablaros de estas dos cosas. De como la segunda condiciona la primera, y de cómo, una vez más, aísla.
Todos tenemos una visión de la maternidad como algo bonito, alegre, ilusionante, incluso fácil. Esa visión tenía yo antes de que naciera el pequeño. Y lo es. Al menos para mí lo es. Pero nadie, NADIE, nos habló a mi pareja y a mí de muchas de las cosas que pasan una vez nace el nuevo miembro de la familia.
Nos hablaron de lo más práctico. «Llena el congelador de tuppers, que no hay mucho tiempo para cocinar». «Aprovecha para dormir cuando duerma el bebé». De alguna cosa médica y corporal, como que la tripa no desaparece según sale el bebé o que sangras durante semanas.
Pero nadie nos habló de que dar el pecho podía doler, e incluso hacer heridas. Cuando pasó, nadie me dijo que aquello se podía solucionar. Durante días lo pasé mal. Me dolía mucho cada vez que el pequeño se enganchaba al pecho, y para colmo no cogía peso. Podéis imaginaros el sentimiento. «No valgo ni para alimentar a mi bebé. ¿Cómo voy a cuidarlo?» Fueron días muy duros, para mí y para el papá (probablemente escriba también sobre ellos, porque poco se habla de su papel en toda esta aventura), hasta que con el corazón encogido de ver llorar desesperado a nuestro pequeño y que de ninguna de las maneras cogía el biberón que nos resistíamos a darle, pero veíamos como la única esperanza de que se alimentara nos plantamos en urgencias. Muertos de miedo y derrotados por las dudas de si íbamos a ser capaces de cuidarlo. Y allí, la suerte quiso que nos cruzáramos con un pediatra y una enfermera que nos tranquilizaron y nos dijeron que el pequeño estaba absolutamente sano, que lo estábamos haciendo bien y que el dolor y las heridas del pecho eran por una mala posición. Nos ayudaron a corregirla, y se acabó el problema. Salimos llorando de alivio de allí, sintiendo por fin que si teníamos algún problema teníamos dónde acudir.
Hasta entonces nos habíamos sentido solos. Muy solos y muy perdidos. Todo era nuevo para nosotros. Cada día al pequeño le pasaba algo nuevo, y todo era normal. De eso nos enteramos después. Resulta que casi todo lo que nos asustaba era normal. Con el paso de las semanas lo fuimos aprendiendo. Y nos fuimos enfadando un poco, porque ¿por qué nadie contó nada? ¿Por qué lo sabía todo el mundo menos nosotros?
Así lo vivimos, y con la experiencia, creo que somos injustos. Es muy probable, de hecho estoy segura de que sí hubo quien nos lo contó y no quisimos escucharlo. Eso no nos pasaría a nosotros. Nuestro bebé sería ideal, crecería muy bien, dormiría estupendamente, y haría unas cacas perfectas. Y creo esto porque después de nuestra experiencia, hemos intentado compartirla con amigos y familiares que esperaban bebés, cómo la sentimos y qué hubiéramos necesitado. Y nos han escuchado. Pero cuando llegó su momento, cada uno con su historia, no pidió ayuda.
Todo esto me genera dos sentimientos muy claros. El primero es rabia. Rabia contra un montón de profesionales que no están actualizados, que te llenan de dudas y te hacen cuestionarte hasta las cosas más instintivas (aún los hay que nos decían que no le cogiéramos mucho en brazos para que no se acostumbrara). Y esto cuando ya han pasado varios meses, tiene cierto pase porque estás en condiciones de decidir si cambias de profesional. Pero cuando te pilla en el hospital recién parida, con tu bebé llorando y te traen un biberón sin preguntarte qué quieres hacer ni ofrecerte otras opciones (que las hay) o en esas primeras semanas que no has dormido dices que sí a cualquier cosa que te dice un «profesional», que ellos son los saben. Y luego el sentimiento de culpa o de malamadre se te queda.
Y el segundo es tristeza. Tristeza por tener que vivir algo tan bonito y tan natural en la soledad de tu casa. Tristeza porque en la sociedad actual no haya espacio para estos temas. Porque es la sensación que tengo. Que es algo que han pasado todas las familias, pero que si no se saca el tema abiertamente, si simplemente preguntas «¿Qué tal lo lleváis?» o «¿Qué tal el peque?» la respuesta va a ser un superficial «Bien, estamos encantados». Eso es lo que me han respondido amigos que han tenido hijos antes que yo ante esas preguntas. Una vez que he sido madre y he acudido a ellas a por consejo y les he contado mis dudas y mis miedos ha sido cuando ellas han contado que también lo vivieron. Me siento muy afortunada de poder contar con sus experiencias, pero me produce mucha tristeza que ellas, y tantas otras, tuvieran que vivirlo solas, con sus parejas, porque de esto no se habla.