Según el considerado padre de la resiliencia, Boris Cyrulnik, ésta se define como «el proceso biológico, psicológico y socio-cultural de empezar de nuevo». Este neurólogo, etólogo, psiquiatra y psicoanalista francés considera que este proceso de resiliencia dura toda la vida, y que en él intervienen factores biológicos y epigenéticos (que surgen de la interacción entre la genética y el entorno).
Entre los primeros, destaca la capacidad que tenemos cada uno de nosotros para producir serotonina, que nos permite enfrentarnos a situaciones complicadas desde una actitud positiva, y con nuestras capacidades analíticas y de respuesta en condiciones óptimas. En estas condiciones, la puesta en marcha y el desarollo de la resiliencia es clara, ya que se ponen a nuestra disposición todos nuestros recursos.
En cuanto a los segundos, los factores epigenéticos, son los más importantes para Cyrulnik, más concretamente el tipo de apego que desarrollamos. Según este autor, sólo cuando hemos conseguido desarrollar un apego seguro podremos activar procesos resilientes, ya que este tipo de apego asegura una buena autoestima, el desarollo de una adecuada gestión emocional y unas relaciones de confianza con los demás y con el entorno. Esto es así porque las personas que desarollan apego seguro son capaces de identificar sus necesidades y pedir ayuda. En caso contrario, cuando el apego que se ha desarrollado es evitativo o ambivalente, la persona es más insegura y temerosa y siente menos confianza en que el entorno pueda proporcionale apoyo, por lo que no suelen pedir ayuda, siendo por lo tanto más difícil que se desarrolle la resiliencia.
Así, para poder empezar de nuevo es importante contar con una base emocional segura, que nos permita mirar de frente y con confianza hacia el futuro, independientemente de las pruebas que la vida nos ponga por delante. Y eso es algo que todos podemos desarrollar antes o después, si contamos con alguien que nos tienda la mano y nos mire y nos quiera y acepte de manera incondicional.