Cada vez cobra más fuerza el rechazo hacia cualquier tipo de dependencia emocional. A menudo nos vemos atrapados en la idea y el deseo de ser completamente independientes. Según vamos creciendo y desarrollándonos como adultos, muchas veces nos aterra el simple hecho de pensar que podamos llegar a necesitar la ayuda de otros en algún momento de nuestra vida. Ser completamente independiente es lo que nuestra sociedad aplaude, pero esto no es real. Y es cierto que, llevada al extremo, la dependencia emocional puede ser muy dañina y tóxica, pero no debemos olvidar que en cierta medida ésta nos permite establecer vínculos y lazos de calidad con los demás.

Nacemos necesitando por completo la ayuda, la protección y el cuidado de los nuestros para poder sobrevivir. Sin embargo, nos instalan la idea de que debemos ser capaces de hacer todo solos (o casi todo). Esto, sin darnos cuenta, afecta a nuestras relaciones. Nos asusta comprometernos demasiado a nivel sentimental con posibles parejas y no llegamos a conectar del todo con amigos o familiares por miedo a perder nuestra independencia. Y, al final, lo que acabamos perdiendo es la esencia de la vida: compartirla. La dependencia nos sitúa por debajo del otro, quien nos guía o ayuda en algo, mientras que la independencia nos permite desarrollar nuestros propios recursos y crecer personalmente de forma individual. Ambas son necesarias y saludables, siempre y cuando exista un equilibrio entre dar y recibir. Y a este equilibrio lo llamamos interdependencia, a la dependencia recíproca entre personas, clave para ser capaces de relacionarnos adecuadamente con los demás, de manera igualitaria.

Por tanto, no trates de renunciar a una u otra, porque necesitar al otro es normal y natural, al igual que marcar nuestros propios límites y deseos. Todos formamos parte del grupo. Todos somos interdependientes.

(Texto de nuestra alumna en prácticas Irene González Calderón)